Parecería una metáfora pesada si no fuera nuestra realidad actual. Un anciano patriarca, representante de un proyecto político centrista que se derrumba, se niega a dar un paso al lado incluso cuando es seguro que se enfrenta a la derrota a manos de un aspirante a autócrata. Esto resume las perspectivas globales de la democracia en la actualidad.
No es un político en particular el que se ha vuelto senil, sino todo un sistema político.
En 2018, cuando describimos la política centrista como una carrera hacia el fondo que condena a sus adherentes a abogar por «el segundo peor de todos los males posibles», parecía una hipérbole. Ahora, incluso los periodistas centristas más fieles reconocen que, efectivamente, esto está ocurriendo.
Una estructura de poder esclerótica ha hecho imposible el cambio social, haciendo inevitable el desastre. Al imponer disparidades insoportables en riqueza y poder mientras aplastan toda respuesta de los movimientos de base, los centristas han creado una situación en la que los fascistas pueden hacerse pasar por la única alternativa.
Recuerda, fueron los políticos demócratas bajo Obama quienes coordinaron el desalojo de los campamentos Occupy en todo Estados Unidos para evitar que el anticapitalismo ganara tracción. Fueron los demócratas quienes aumentaron la financiación de la policía en Minneapolis, Nueva York y otros lugares del país tras los asesinatos de George Floyd y Breonna Taylor, incluso cuando millones de personas pedían la abolición de la policía. En gran medida han sido demócratas los que desalojaron los campamentos que los y las estudiantes de Columbia y otras universidades establecieron en solidaridad con los palestinos.
En 2016 y de nuevo en 2020, la maquinaria del Partido Demócrata obligó a Bernie Sanders a hacerse a un lado en favor de Hillary Clinton y Joe Biden. Un gobierno de Sanders seguramente habría sido tan decepcionante como resultaron ser los gobiernos de izquierda en España y Grecia; pero la cuestión es que la maquinaria del Partido Demócrata ha suprimido sistemáticamente toda alternativa, contribuyendo en última instancia a su propia perdición. Donald Trump copió intencionadamente a Bernie Sanders para formular su engañosa retórica sobre las «élites» y el «globalismo». Desde hace una década, en todo el mundo, la extrema derecha ha obtenido todos sus logros fingiendo ser rebeldes contra la misma élite a la que representan.
Al mismo tiempo, los gobiernos centristas se han centrado en reprimir los movimientos que formarían la primera línea de defensa contra una toma del poder fascista, al tiempo que fortalecían las instituciones que los fascistas utilizarán para imponer su dominio.
Desde hace años, toda la clase dirigente demócrata ha apoyado a Biden incluso cuando redobló la militarización de los departamentos de policía, copió las políticas fronterizas de Trump y presidió el genocidio en Palestina. La cuestión de la edad de Biden debería ser lo de menos: un político como él es más peligroso cuando está sano y vigoroso. Sus partidarios siempre han argumentado que si Biden no estuviera haciendo todas esas cosas, sería Trump quien las estaría haciendo. Cualquier crítica a Biden era rechazada en favor de lo que sus partidarios consideraban un pragmatismo duro.
De repente, en medio del debate de Biden con Trump el 27 de junio, se hizo ineludiblemente obvio que su pragmatismo estaba a punto de hacerles perder las elecciones de 2024, su única coartada para todas las atrocidades que han respaldado hasta ahora. Pero aunque un coro de expertos empezó inmediatamente a clamar por sustituir a Biden por cualquier medio, la gran mayoría de los políticos demócratas han permanecido de algún modo unidos tras el presidente mientras éste insiste en que merece aferrarse al poder hasta el final de sus ochenta años. Todos los jefes de Estado siempre hacen esto, sean cuales sean las circunstancias, como Mikhail Bakunin señaló hace siglo y medio.
¿Cómo pueden los demócratas lanzarse alegremente a perder lo que han insistido a gritos que podrían ser las últimas elecciones democráticas de la historia de Estados Unidos? La maquinaria del partido debe estar tan plagada de ambiciones mezquinas, sistemas de patronazgo y clientelismo que no pueden cambiar de rumbo a ningún precio. Tras haber traicionado a lo que se conocía como la «izquierda» dentro del Partido Demócrata, la maquinaria está traicionando ahora al centro, el único grupo al que aparentemente existe para servir. Resulta que si tu objetivo es imponer la desigualdad y la opresión a la gente, al final el fascismo se convierte en un competidor más eficiente que la democracia.
Sí, es doloroso verlo, es vergonzoso para todos los implicados, las implicaciones para el futuro son aterradoras, pero también debería ser interesante para nosotros que la democracia, promocionada durante mucho tiempo como el equivalente político del libre mercado -que supuestamente representa el modelo más eficiente para producir soluciones a las necesidades humanas- nos haya llevado a esto. Esta situación debería hacer reflexionar a todos los que han defendido estrategias electorales basándose en el pragmatismo.
Los argumentos que muchos demócratas esgrimen para sustituir a Biden ahora -violando el protocolo del partido, cuando las primarias ya le han otorgado de forma concluyente la nominación- tienen implicaciones en las que no están pensando. Si están dispuestos a echar a su candidato debidamente designado, ¿por qué detenerse ahí? ¿Por qué no echar a la maquinaria del partido y a la propia política del partido? Admitir que hasta ahora han vivido en el paraíso de los tontos debería poner en tela de juicio todo el sistema político que ha hecho posible este fiasco.
El problema no es que un solo anciano tenga sus enjutas manos en el volante y se niegue a soltarlo. Tampoco es que un cuadro particular dentro del Partido Demócrata haya monopolizado el control. El problema es mayor que el de los funcionarios leales que estaban dispuestos a aceptar lo que decidiera la dirección demócrata hasta hace dos semanas. Es mayor que todo el Partido Demócrata. Implica a todos los votantes de base que han estado esperando que bastara con depositar un voto cada uno o dos años y esperar lo mejor, a todos los que buscan un líder que resuelva los problemas del mundo en nuestro nombre.
El problema del decrépito pero aparentemente intratable control del poder por parte de Biden es el mismo que nos impide abordar las causas de las olas de calor y los huracanes que azotan Norteamérica en estos momentos. Es el mismo problema que nos impide abordar las catástrofes provocadas por el capitalismo y el colonialismo. En última instancia, es el problema del Estado, de la propia jerarquía.
La negativa de Biden a hacerse a un lado es un microcosmos de toda una civilización en un callejón sin salida. Todos sabemos que el capitalismo industrial está acelerando el cambio climático junto con las extinciones masivas y el colapso ecológico, pero seguimos delegando nuestra agencia en representantes que responden ante las corporaciones y a los que les importamos un bledo. Sabemos que confiar nuestro futuro a una clase dirigente formada por algunas de las personas más interesadas del planeta no nos va a proteger, pero seguimos votándoles, trabajando para ellos y comprando sus productos. Sabemos que esconder la cabeza bajo el ala no nos va a servir de nada, pero nos aterroriza la perspectiva de tener que reconocernos a nosotros mismas como los que debemos provocar el cambio con nuestras propias acciones.
Todas estas son estrategias perdedoras que se nos han vendido como pragmatismo, como la única opción posible. Ahora estamos entrando en las últimas etapas del capitalismo del desastre, en el que las guerras, las crisis económicas y los desastres ambientales están desplazando a millones de personas en todo el planeta, y ya no es posible evitar reconocer las consecuencias de este enfoque, al igual que no es posible negar el hecho de la edad de Biden y sus escasas perspectivas de vencer a Trump.
Así que no se detengan en echar a Biden. ¡Que se vayan todos! O bien estamos obligados a respetar el protocolo y la autoridad de aquellos que el protocolo eleva al poder, ya sean aspirantes a autócratas o alcachofas senescentes, o bien nuestra libertad y bienestar son más importantes que cualquier conjunto de normas, en cuyo caso podríamos hacer mucho mejor que sustituir a Biden por algún otro político que no rinda cuentas.
La política democrática es parte de lo que nos ha traído hasta aquí. Si la democracia es tan frágil que podría ser abolida como consecuencia de unas simples elecciones, entonces ya estaba en quiebra: nunca fue un medio para asegurar y defender la autodeterminación que todo el mundo merece. Necesitamos algo más ambicioso, algo capaz de enfrentarse al fascismo, así como de expulsar a cualquier otro que intente detentar el poder. Necesitamos un conjunto de valores, principios organizativos y estrategias que puedan mantenernos orientadas a través de la pesadilla que sin duda nos espera.
Todavía es posible que la dirección del Partido Demócrata se recomponga y cambie de rumbo. Incluso si lo hacen, el hecho de que hayan tardado tanto ya demuestra lo peligroso que es depender de ellos -o de cualquier político-. Un proceso público para elegir al candidato que sustituya a Biden, como han propuesto algunos de los demócratas más astutos, podría revitalizar el partido, atrayendo de nuevo a algunos de los que se han distanciado. Pero eso no haría más que dar una patada a la lata, garantizando que algo así vuelva a repetirse. Reorganizar las sillas de cubierta del Titanic no evitará que se hunda, ni siquiera si más pasajeros participan en ello. Antes de que se produzca un fascismo abierto o una renovación del reformismo cosmético, tenemos que entender esto como una ventana de oportunidad, un momento de enseñanza.
Es muy posible que, independientemente de lo que hagan los demócratas en los próximos cuatro meses, Donald Trump gane las elecciones. Entonces todas las instituciones con las que los centristas han contado para protegerse -la política electoral, el sistema judicial, la policía, la inclinación de la ciudadanía de a pie a obedecer la ley y respetar a las autoridades- se convertirán en armas en manos de sus enemigos. Por supuesto, muchas de nosotras ya experimentamos estas instituciones como nuestros adversarios. Los partidarios de Biden tendrán que preguntarse si están dispuestos a trabajar junto a nosotras contra ellas o si, de hecho, prefieren el fascismo a la libertad.
Durante las dos últimas décadas, ha resultado más fácil quemar comisarías y derrocar gobiernos que lograr reformas modestas. Esto debería ser instructivo. Si hay alguna esperanza de cambio real, no vendrá del pragmatismo ni de los esfuerzos por conseguir mejoras graduales. En palabras de Heráclito, “El camino conocido es un callejón sin salida ».
Cuando Trump llegó al poder en 2016, un número relativamente pequeño de anarquistas se puso en marcha inmediatamente para demostrar el tipo de tácticas a través de las cuales los movimientos de base podrían participar en una resistencia descentralizada. Lo que empezó con unos pocos cientos de personas el primer día de la administración Trump se convirtió en millones en mayo de 2020. De cara a otro período tumultuoso, deberíamos pensar en cuáles son nuestras propuestas estratégicas hoy, cómo pueden abordar y empoderar a los millones de personas que pronto se verán obligadas a buscar soluciones fuera de la política electoral, lo deseen o no.
Los centristas no merecen seguir en el poder y nosotras no merecemos vivir bajo el fascismo. Depende de nosotras trazar otro rumbo.
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